París - Barcelona

Él espera en la primera fila de asientos y saluda con la cabeza. Quizá sólo levanta las cejas y aprieta los labios, pero consigue al fin esa ilusión de movimiento. Ella espera en la puerta -el pelo tensado hasta la nuca, desde donde cae lacio- saludando a todos los pasajeros con un “Buenas noches”.

A mitad del proceso, ella se gira y, sonriente, le dice a él: Mira quien ha venido a visitarte. Me giro y veo a un hombre fuerte, de unos cuarenta años, con camisa blanca y pantalón salmón. Tiene algo de galán venido a menos, con la barba prolija y algo descuidada y media melena teñida de rubio.

Los dos auxiliares de vuelo se cruzan miradas cómplices y, sin decirse nada, conspiran una torsión en la ceremonia. Ahora es ella la que asiente con la cabeza y él tiene el honor de decirle Buenas noches. Los dos hombres cruzan sonrisas, aunque la del pasajero se me antoja más espontánea y relajada, mientras la del auxiliar parece más forzada y nerviosa.

En algún lugar lejos, desde arriba (más arriba, nosotros estamos a diez mil metros de altura), un mal escritor nos narra. Y digo malo porque, eligiéndome a mí como voz del relato se complica inútilmente, pues el azar me sienta lejos del pasajero interesante, junto a una ventana cualquiera, alejado de la trama.

Pero los malos escritores se preocupan poco por mantener el pacto narrativo. Así que el azafato se acerca al galán cuarentón y le pide que se coloque junto a la salida de emergencia, en el centro del avión. Una tercera azafata, de acento canario y cara excesivamente maquillada, me pide a mí que custodie la segunda puerta, apenas a dos metros del protagonista de la historia.

A partir de ese momento comienza una extraña danza de flirteos. Los dos auxiliares tontean abiertamente con el pasajero, y aunque él responde y sigue el juego, parece más interesado en ellos como un todo. Como si no consiguiera distinguirlos y pretendiera seducir a la idea última de azafata. Al avión. A la compañía aérea.

En ese "todo vale" ella le regala una confidencia. Llamar la atención de alguien a veces exige realizar sacrificios corporativos. Aprovechando que pasan con el carrito de las bebidas y, sin venir a cuento, le dice:

"¿Sabe el avión de Málaga que escoltaron los cazas militares hasta Ámsterdam? En los medios de comunicación dicen que fue un error de comunicación, pero realmente lo que pasó es que la torre de control conectó con la cabina y el piloto estaba escuchando música árabe. Desde la torre de control se asustaron y asumieron que se trataba de un ataque terrorista."

El pasajero ríe eufórico, sabedor de que acaba de escuchar una historia terriblemente exclusiva. Parece contener el impulso de aplaudir y gritar Más, más, más. Al otro lado del carrito, la sonrisa del azafato, que ha perdido protagonismo a medida que avanzaba la historia, se extrema, desafiando cualquier lógica de la musculatura facial.

La azafata aprovecha el momento de euforia para lanzar un último ataque. Le ofrece unas patatas fritas y le da a elegir entre "sabor normal" (así lo define ella) y de cebolla. Antes de que pueda dar una respuesta, ella matiza que las de cebolla son mucho más sabrosas (utiliza la palabra sabrosas) pero que, si va a dar un beso a alguien esta noche, le aconseja las normales.

Los cuatro nos damos cuenta al instante. Ha ido demasiado lejos. Algo, muy pequeño, frágil y poco importante, se ha roto. Ella se finge despreocupada y se gira hacia mí. Me hace la misma broma. Yo, que no esperaba participar de manera activa en la historia, ni comprar unas patatas, reacciono algo nervioso, diciendo que sacrificaré el beso y me quedaré con la cebolla. Unos segundos más tarde me encuentro pagando unas patatas que no quería, ofreciendo mi tarjeta de crédito a la azafata. Ella la acerca a la luz, lee la inscripción y me dice, intentando llamarme por mi nombre, Muchas gracias Nabih. Por un segundo evalúo la posibilidad de explicarle que no, que mi nombre, que la confusión del empleado del banco, que los apellidos egipcios.

Pero siento que ya he contaminado demasiado la historia. El escritor intentará en el próximo capítulo otra vía de narración para continuar el relato. Me hace sacar una sudadera de la mochila y apoyarla contra la ventanilla, utilizándola de almohada. Me hace apoyar la cabeza en ella y cerrar los ojos. Y me pone a dormir.

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