Cajas de libros

Uno tiene que elegir sus libros basándose siempre en su tamaño y dureza, nunca en su contenido. Anticiparse a la enésima mudanza, al penúltimo país, y formar mentalmente un puzle de ejemplares en cajas.

Uno no puede abandonarse a la tapa blanda o confiarse acumulando libros ilustrados gigantes imposibles de transportar. Uno tiene que aceptar cada libro regalado disimulando esa ceja que sube sola, mientras uno calcula si cabrá en la caja entre Cheever y Hempel, entre Sontag y Onetti.

Uno tiene que mirar a sus amigos, nunca a los ojos, sino a los tríceps y los deltoides. Estimar si podrán ayudar a uno a cargar las cajas. Medirlos, no por su lealtad o apoyo, sino por su envergadura y capacidad de carga. Uno tiene que mirar a sus amigos como mulas de carga, pero también como vigilantes de seguridad, dispuestos a custodiar la mercancía y ceder una habitación, un desván, un sótano o un altillo.

Uno tiene que enamorarse sí, pero de alguien que pasee por la librería, no leyendo contracubiertas, sino escuadra y cartabón en mano. Trazando planes de fuga, anticipando desastres.
Uno tiene que acumular libros hasta el absurdo. Hasta que se conviertan en un problema, en el principal problema, en una pesada ancla que arrastrar constantemente.

Y en el momento de marcharse, uno debe sentarse en el suelo, rodeado de columnas de libros. Redescubrirlos no sólo a ellos, también a las fotos, notas, tarjetas que esconden. Revolverse por dentro, al fin y al cabo. Enfadarse con algunos, reconciliarse con otros. Porque el ancla que uno arrastra puede ser un día lo único que impida que a uno se lo lleve la corriente. 

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